miércoles, 12 de diciembre de 2012

Capítulo 1: Dulce Ira


Recostada sobre el pecho de mi compañero observaba una preciosa puesta de sol que ya no provocaba en mí el mismo efecto que antes. Le miré el rostro. Los colores anaranjados se reflejaban en su tersa y pálida piel, su pelo castaño estaba ligeramente aclarado por la luz y sus ojos centelleaban como un faro en la noche. Éstos se volvieron hacia mí y sus antes rectos labios se torcieron para formar una sonrisa.

-¿Qué ocurre? ¿No te gusta el paisaje?, dijo con su dulce y tierna voz.

-No es eso, contesté en un tono más serio de lo normal. Los rayos de sol aún me dañan los ojos.

Me besó la frente y me volvió a mirar a los ojos.

-Estás muy seria, ¿Algo va mal?

¿Debería decírselo ahora o esperar a que llegáramos a casa? Casa. Quizá no era apropiado llamarlo así. Aquella palabra se había vuelto extraña, no el término en sí, sino su significado. A lo largo de las últimas décadas no habíamos tenido una propiedad fija: vagábamos de un lado a otro sin un rumbo marcado hasta que encontramos una vieja casita en medio del campo. Era tan solo una habitación llena de insectos, telarañas y alguna que otra rata de la cual nos alimentábamos. Estaba casi en ruinas ya que databa de la época en la que todavía era humana. Aquel cobijo nos proporcionaba intimidad, algo, que admito, no nos ofrecía cualquier entorno, pues alejados de la civilización, podíamos ser nosotros mismos, por denominarlo de alguna forma. Al ver la tardanza de mi respuesta su cara tornó preocupada. Hacía tiempo que no veía esa expresión en su rostro. En mi época como humana solía mostrarla a menudo, siempre pendiente de mí, velando por mi seguridad como cualquier eterno adolescente vampiro con su indefensa mortal. Pero ese sentimiento ya no formaba parte de nuestra vida, no desde que me convirtió liberándome de un presente deprimente, un pasado catastrófico y asegurándome un futuro que él denominaba perfecto.

-Tranquilo, no ocurre nada, dije como esperada respuesta y embozando una sonrisa bastante forzada jugando falsamente el rol de tranquilizadora.

Decidí tener esa conversación en un lugar menos espacioso dónde no podría dejarme con la palabra en la boca. Esta charla iba a ser muy importante ya que marcaría mi futuro. Seguramente tendría que marcharme de aquel lugar solitario y tranquilo aunque también sucio y en ruinas.

-No te preocupes, me dijo al oído, en unos pocos años podrás apreciar el crepúsculo. Tus ojos todavía no están acostumbrados a la luz del sol, aún eres muy joven.

Quizá no tuvo que haber empleado la palabra joven, ya que si fuera humana sería una anciana, llena de arrugas y manchas, con el pelo totalmente blanco y más cansada de respirar de lo que lo estoy ahora de la vida. Además hubiera superado la esperanza de vida actual por un par de décadas y seguramente, a parte de ser viuda, ya sería bisabuela. Pero, gracias a Clyde, me libré de ser madre, abuela y lo que fuera. Me libré de un marido al que no querría, de una vida sometida al machismo y de la vejez. Él me dio la vida que una humana siempre desearía, la vida que yo deseaba antaño, sin ataduras al tiempo ni al dinero, tan sólo al hombre al que amaba.

La juventud me hacía recordar mi corta vida como humana durante la cual sellé mi destino enamorándome del mismísimo peligro, de la alegoría de la perfección, del retrato de la muerte. Durante ese ínfimo periodo firmé mi caída a la locura por ese rostro angelical, ese cuerpo tallado en precioso y codiciado mármol y esa aterciopelada voz que era para mí como el canto de las sirenas para los marineros que hipnotizados se ofrecían a la muerte cual ofrenda a sus dioses. Y así fue como, hipnotizada, caí rendida a sus pies accediendo al pacto con el diablo que me haría como él. Pero como el que avisa no es traidor, no puedo juzgarle como tal, ya que sus advertencias fueron insistentes mas no suficientes para convencerme, pues una eternidad a su lado me parecía un paraíso de muy fácil acceso, un acuerdo inequitativo para el otro negociante. Puesta a recordar me vino a la cabeza mi último día como humana. Era un día de luto en la mansión en la que vivía. Los vecinos, conocidos y presuntos familiares iban y venían a su antojo, invadiendo mi propiedad como si les perteneciera, dirigiéndose a mí para darme el pésame y fingiendo que mi padre era un buen hombre y que era importante en sus vidas. Cuando trajeron el ataúd conteniendo el cadáver, según el sargento, mutilado, del único familiar que me quedaba, no brotaron lágrimas de mis ojos pues parecían haberse acabado, pero los invitados actuaron como si de su familia se tratase ya que lloraban desconsoladamente la pérdida de mi padre. Terminado el entierro y la misa, cosa que hizo que el organizador del funesto acontecimiento demostrara su indiferencia por el fallecido ya que mi familia no era partidaria de ninguna religión, subí a mi cuarto junto a mi compañero. Agradecí tener a alguien como Clyde junto a mí porque viendo mi profunda amargura puso fin a mis interminables súplicas concediéndome el don de la inmortalidad. El recuerdo de mi transformación fue confusa: recordaba sentir mis dedos enredados entre su cabello que antaño llevaba recogido en una pequeña coleta castaña mientras él besaba mi cuello y, cuando los afectos cesaron, sentir dos punzadas paralelas penetrando en mi cuello. Recordaba ahogar mi dolor en un sonoro grito que retumbó en cada esquina de la casa y se vio interrumpido por un cansancio que se apoderó de mi cuerpo, dejándome caer en los brazos de mi depredador que ya había retirado los labios de mi cuello. Recordaba que me recostó sobre la cama, se hizo un corte en la mano que cerró en un puño y dejó caer las gotas de sangre en mi boca las cuales no pude evitar tragar. Recordaba el sabor de su sangre, dulce y espesa como si de caramelo se tratara, de la cual sentí necesidad de tomar, pero cuando el suculento manjar cesó, mi mente adormecida y exhausta no me dejó apreciar nada más que oscuridad. Recordaba despertar en un carruaje junto a mi compañero, siguiendo un sendero en medio del bosque ya que se había propuesto enseñarme a cazar animales, de los cuales nos alimentaríamos hasta el fin de nuestros días. Ya era como él. Ya era un vampiro.

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