Me puse de cuclillas para tener un mejor
impulso y le ataqué directamente en la cara. Le tiraba del pelo, le arañaba el
rostro, le mordía la oreja, la nariz… pero fue inútil, me lanzó como si fuera
un montón de paja. Mi cuerpo rebotó en el suelo, emitiendo un ruido sordo y un
gemido desde mi boca. Tuve una rápida reacción y me volví a lanzar a por él.
Volvió a tirarme y volví a gemir. Cuando se acercó hacia mí con el grito de:
“Vas a morir pequeña perra” me metí entre sus piernas, le di una patada entre
ellas y me subí a su espalda. Cayó de rodillas y yo me sujeté a su cuello. Con
una mano cogí su barbilla e intentaba separarla de su cogote. Mis dedos se
hundieron, sin que yo lo planeara, en ésta y le arañé un enorme y largo tubo
hasta que lo corté. La sangre salía disparada hacia todos lados, inundando la
celda. Pero esta sangre no era como la humana, era negra como la tinta. Unas
gotas se metieron en mi boca abierta por el esfuerzo y sin poder evitarlo, las
saboreé. Su gusto no era diferente que el de la ceniza con un ligero toque de
veneno de víbora. En resumen, asquerosa.
Me dirigí por aquel estrecho y eterno pasillo
con el fin de hallar una salida. Unas enormes jaquecas me invadieron, seguido
de un mareo insoportable. Se me nublaba la vista, me era imposible continuar,
en mi estado parecía un ebrio recién salido del bar. Mis pasos tan sólo eran un
simple eco que rebotaba en las paredes que de pronto parecían estar juntándose,
y mientras yo, encerrada quedaba de nuevo. La oscuridad me invadía como si del
techo lloviera. Pero no podía rendirme, tenía que continuar. No quería llegar
hasta aquel punto y luego dejarme vencer por la nada. No a estas alturas del
libro. Logré levantarme a duras penas, con la ayuda de la pared, que tenía
tubos con una fuerte concentración de óxido. Fui tambaleándome hasta llegar a
unas escaleras, cuales fueron las más largas y costosas con las que me había
topado. Cuando llegué a la cima de los peldaños imposibles de escalar, miré a
mi alrededor y lo único que veía eran imágenes borrosas, difuminadas,
imposibles de distinguir. La luz era ahora más intensa, se filtraba por entre
las tablas que tapaban las ventanas. Busqué, balanceándome de un lado para
otro, una salida a aquel funesto y claustrofóbico lugar. Era incapaz de
concentrarme pues se me nublaba la vista. De repente, mi desarrollado olfato
captó un olor apetitoso que me tentaba. Mi mente al fin pudo distinguir de qué
se trataba: era sangre humana. Cerré los ojos y me dejé llevar por mi nariz y
pronto topé con una caja de madera. La abrí y, en efecto, encontré el líquido
escarlata en una especie de recipiente transparente y suave. Me apoderé de uno
y lo comencé a palpar. Era blando, moldeable y de textura peculiar. Mis
pensamientos se centraron en cómo liberar el tentador manjar de aquella prisión
tan bizarra. Me percaté de que poseía una especie de boquilla, en la cual posé
mis labios y comencé a absorber. Como no daba resultado, la quité y conseguí
que la sangre brotara del desgarro. Pronto acerqué de nuevo la boca y me
alimenté, aunque no me hiciera especialmente falta. Vacié el contenedor y lo
arrojé con furia. La cabeza no me daba vueltas, el suelo volvió a estar en su
sitio y las paredes quedaron de nuevo inmóviles. La sangre humana ejercía mucho
más poder en mí del que me imaginaba. No sabía si era una desventaja o más bien
un punto a mi favor. Aunque, no era hora de pensar en ello, debía salir de allí
antes de que el, famoso Adam apareciera. Atravesé la puerta principal, un poco
antigua y frágil y por fin llegué a una calle desierta donde el sol se asomaba
tímidamente entre las nubes.
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