Estaba algo perdida, el paisaje no se parecía
en nada al de mi época. Aunque, el edificio del que había salido lo era. Se
caía a pedazos. Tendría que elegir una dirección y aventurarme y dejarme en
manos de la diosa Fortuna. ¿Derecha o izquierda? Aquel era el dilema. El lado
izquierdo era el del diablo. El derecho siempre el de los ángeles. Desde el día
de mi transformación dejé de buscar el perdón de Dios. La suerte estaba echada.
Izquierda.
Comencé a andar, siguiendo unas intermitentes
líneas blancas que estaban marcadas en el suelo. Saltaba de una a otra como si
fueran las únicas plataformas que existiesen y lo demás fuera el vacío. Unos
sonidos increíblemente familiares hicieron su aparición. Miré al cielo, como si
me estuviera hablando y yo quisiese no faltarle al respeto. Las nubes se
multiplicaban y cada vez eran más oscuras y espesas. Pequeños focos de luz
temblorosa asaltaron el gris seguidos por gotas de agua. La lluvia, tan fina y
débil como la recordaba, pasó a ser un diluvio, espeso y fuerte. Apenas sentía
el frío de las torpes gotas que invadían la carretera y empapaban el arcén.
Añoraba ese frío. Ese escalofrío que recorría todo mi cuerpo cuando un pedacito
de esa precipitación se colaba debajo del vestido y recorría zigzagueando mi
espalda o mi pecho. Esas cosquillas no las había vuelto a sentir. Pero era el
precio por la eterna juventud. Aunque ahora me parecía un precio demasiado
alto. Me senté en medio del camino, añorando mi vida humana y al hombre que
había en ella. Clyde. Tan solo pensar su nombre hacía que parte de mí deseara
meterse en la espesura del bosque para volver a su lado. Pero mi orgullo y mi
honra, muy presentes a lo largo de mi educación, rechazaban ese pensamiento
casi al instante. Teniendo así un debate interno que tan sólo mi boca podría
resolver. Una simple frase podía acabar con cualquier pensamiento, por fuerte
que fuera. Metí la cabeza entre las piernas dobladas y me convencí con unas
simple palabras en voz alta: “No le necesitas”. Las repetía una y otra vez.
Escuché dos pasos. Dos únicos pasos. Sentí
una presencia cautivadora, seductora, como hacía tiempo que no sentía. Levanté
levemente la cabeza y, en efecto, había alguien. Tan sólo vi dos piernas y unos
zapatos relucientes negros. Una mano se postró delante de mis narices, era una
ayuda para levantarme. Vacilé, tardé unos segundos en decidirme y al final la
tomé. A la altura de mis ojos tan sólo había una camisa blanca y una chaqueta
cuyo escote era en forma de uve. Fui subiendo lentamente la mirada, como con
miedo. Aprecié cada detalle de pecho para arriba. Los botones relucientes,
color perla. El cuello desabrochado, dejando al aire esa apetitosa garganta.
Una lisa y perfectamente afeitada barbilla con un hoyuelo en ella. Labios finos
torcidos en una pícara sonrisa. Mejillas chupadas y tensas. Pómulos altos y
marcados. Nariz perfilada y perfecta. Ojos negros como un cuervo y algo
grandes. Pestañas espesas pero no largas. Cejas espesas y definidas. Frente
pálida con algunas arrugas de expresión. Cabello corto, despuntado y alborotado
de color rubio. Un conjunto atractivo y sensual. Como percibí.
No soltaba mi mano. Aprovechó para informarme
de su nombre:
-Samuel,
soltó. Agitó la mano.
Terminé por decirle el mío y respondiendo con
una sonrisa.